🟢 La belleza oculta en los finales
Los finales tienen mala fama. Son las puertas que se cierran, los silencios que caen como un telón pesado. Son los cuerpos que se enfrían, las luces que se apagan, la última calada de un cigarro cuando ya no hay más que quemar. Y sin embargo, ahí, en la grieta donde todo parece romperse, es donde a veces asoma la verdadera belleza.
Porque un final no es solo pérdida, también es verdad. Es el momento en que las mentiras ya no importan, en que todo lo que fue se queda desnudo, sin adornos ni excusas. Es el último segundo de una canción que nunca pensaste que acabaría importándote tanto. Es el amor que se marcha, pero deja una marca que ya nadie podrá borrar.
Un final puede ser la única forma de escapar de lo que te ha estado matando poco a poco. Es la flor que se pudre para alimentar la tierra, la última hoja que cae antes del invierno, abriendo espacio para algo nuevo, aunque todavía no lo veas. Es ese instante después de la despedida, cuando respiras hondo y sientes, quizá por primera vez en mucho tiempo, que eres libre.
A veces los finales no son más que un pacto con la vida: aceptar que algo terminó para que otra cosa, algo inesperado, pueda empezar. Y eso, aunque duela, tiene su propia belleza brutal. Como la cicatriz que deja una herida cerrada, como el eco de una carcajada en una habitación vacía. Como un cuadro al que ya no se le puede añadir nada más, porque está completo.
Así que no les tengas miedo. Mira de frente a los finales, aunque escuezan, aunque parezca que no hay nada después. Puede que en ese último instante encuentres lo que llevabas toda la vida buscando.